I.- Al concluir el rezo del Santo Rosario invocamos al Sagrado Corazón de Jesús. Como bien sabemos todos con esta expresión no invocamos al músculo que en el pecho de Jesús bombeaba la su Sangre a todas las partes del Cuerpo. En nuestra forma de hablar solemos decir que una persona tiene un corazón bueno, un corazón de oro, un corazón que no le cabe el pecho o incluso se suele decir que alguien no tiene corazón. Al hablar de corazón hablamos donde se encuentran los sentimientos más profundos de alguien, incluso representamos el amor con la forma que todos conocemos del corazón.
II.- Pues invocamos al Corazón de Jesús para que haga nuestro corazón semejante al suyo, un corazón ardiente de amor. El de Jesús es el suyo al modo de un horno que nunca se consume, no como los hornos que tiene que ser alimentados constantemente con madera o carbón. Es como ese milagro que Moisés vio en la cumbre del monte Horeb: una zarza ardiente que no se consumía. El Corazón de Jesús está ardiendo, pero no se consume porque es AMOR su materia. Las páginas del evangelio nos hacen un perfecto “scaner” del Corazón de Jesús, lleno de amor al Padre Eterno como vemos cómo siendo niño se queda “perdido” en el templo de Jerusalén pues se debía ocupar de las cosas de su Padre. Un Corazón ardiente que le lleva a elegir con predilección a sus primeros discípulos, que le lleva a predicar con paciencia a sus seguidores, que se conmueve al ver cómo el pueblo de Israel andaba como ovejas sin pastor pues estaban conducidos por ciegos que no eran capaces de reconocer su hora, su presencia; que le lleva a conmoverse ante los cojos, ciegos y lisiados y ante su dolor se vuelca con ellos, sanándoles, aunque lo más importante era su sanación interior, saliendo de su ceguera, de su ceguera espiritual. Un Corazón ardiente que le movía desear a Jerusalén para consumar su obra redentora. Sus mismos apóstoles estaban sorprendidos del paso que llevaba, quizá ellos le seguían con “la lengua fuera”. Cuando pasado el tiempo recordaban las últimas semanas de Jesús, empezaron a comprender el por qué de su prisa: quería que su amor se probara en el momento de su pasión, muerte y resurrección, que el amor no pasa nunca como enseña san Pablo en himno a la caridad y que es paciente, lento a la ira, con una serena magnanimidad ante las injurias, haciendo siempre el bien a todos, paciente ante los defectos ajenos, ante el andar lento en virtud de sus seguidores.
III.- Invocamos al Corazón de Jesús para que nuestro corazón duro y helado se derrita y conmueva ante su Amor. Y así, como a esos discípulos de Emaús nos preguntaremos: ¿no ardía nuestro corazón por sus palabras? No nos sorprende que siempre la Legión haya pedido a sus miembros que se internen en la Misa diaria, en la liturgia de la horas, en los ejercicios espirituales… Al contacto con su Corazón, los legionarios al comulgarle serán movidos a mar al Padre Eternos con grandísimos deseos de estar con Él por toda la eternidad comenzando en el aquí y a amar al prójimo sin reservas a través del apostolado. El Señor sigue teniendo sed: sed de ti y de mi, de nuestras oraciones rezadas piadosa y devotamente, de nuestras mejores obras, de nuestros sacramentos recibidos y celebrados intensamente, sed de almas que se acerquen a Él y le correspondan. Como legionarios estamos urgidos a llevar a los apartados, a los que no le conocen, a los que le rechazan a este Corazón que ama y no es amado.
IV. Roguemos a la Madre del Verbo Eterno para que en el horizonte de la vida de dada uno no cese nunca de arder el Corazón de Jesús.
Allocutio del mes de julio en el Comitium Nuestra Señra del Sagrario de Toledo
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