ü Se puede ver a la democracia no como un medio de convivencia y de gobierno,
sino como un fin en sí misma y como tal poder entrar en todos los ámbitos en los que la vida del hombre se desarrolla y convertirse en una dictadura del pensamiento único, en el que no quepa más que un tipo de pensar y obrar, marginando o persiguiendo a aquellos que no que sean permeables a la llamada “moral democrática”.
ü Otro peligro es la falta de democracia interna de los mismos partidos en los que
los dirigentes hacen imposible la participación de los ciudadanos por su sectarismo, al estrellarse con unas estructuras férreas. Así los ciudadanos se desilusionan y se van apartando del sistema democrático.
ü Para que los ciudadanos puedan participar en los asuntos de su ciudad, de su
región y de su nación, es necesario que estén verazmente informados y así puedan decidir con su voto por una u otra opción. Sin embargo, en los países democráticos se hace notar cómo los principales grupos mediáticos, ya sea de prensa escrita como audiovisual, en vez de informar objetivamente para que los ciudadanos puedan ir adquiriendo un criterio propio, amplifican o silencian noticias con miras a una manipulación política y moral. La información de estos medios es un servicio del bien común. La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad[1].
ü Si en todos los sistemas políticos la corrupción política desalienta a los
ciudadanos, en el democrático es una de las más graves porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social[2].Compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones. La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas, porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos[3]
ü Otro peligro más o menos latente en todas las democracias occidentales es el de
olvidar el principio de subsidiaridad, queriendo que solo sea el Estado el que organice todo tipo de acción social. Sin embargo, la comunidad política debe regular sus relaciones con la sociedad civil según el principio de subsidiaridad[4] y no ahogar las iniciativas culturales o de todo tipo de voluntariado donde la persona desarrolla su dimensión social, cultural y de todo tipo, haciendo posible una verdadera participación en todos los ámbitos en los que el ser humano se desarrolla. Muchas experiencias de voluntariado constituyen un ulterior ejemplo de gran valor, que lleva a considerar la sociedad civil como el lugar donde siempre es posible recomponer una ética pública centrada en la solidaridad, la colaboración concreta y el diálogo fraterno. Todos deben mirar con confianza estas potencialidades y colaborar con su acción personal para el bien de la comunidad en general y en particular de los más débiles y necesitados. Es también así como se refuerza el principio de la « subjetividad de la sociedad[5].
ü No se queda atrás en las democracias occidentales el peligro de no valorar
suficientemente la dimensión espiritual queriéndola reducir a algo meramente subjetivo e intimista del hombre. La fe, que da forma al pensamiento y obrar humano, no puede ser despreciada, y la sociedad y el Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su conciencia, ni impedirle actuar conforme a ella[6]. El estado democrático y de derecho, en razón de los vínculos históricos hacia una comunidad religiosa, ha de reconocerla especialmente aunque ello no signifique una discriminación legal, social o de otro tipo a las demás confesiones religiosas[7]. La comunidad política ha de vivir plenamente su independencia respecto a la Iglesia y no inmiscuirse en sus asuntos pues la Iglesia se organiza con formas adecuadas para satisfacer las exigencias espirituales de sus fieles, mientras que las diversas comunidades políticas generan relaciones e instituciones al servicio de todo lo que pertenece al bien común temporal [8]. El deber de respetar la libertad religiosa impone a la comunidad política que garantice a la Iglesia el necesario espacio de acción. Por su parte, la Iglesia no tiene un campo de competencia específica en lo que se refiere a la estructura de la comunidad política: « La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional »,[9]ni tiene tampoco la tarea de valorar los programas políticos, si no es por sus implicaciones religiosas y morales[10].
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 2494; cf. Concilio Vaticano II, Decr. Inter mirifica, 11: AAS 56 (1964) 148-149
[2] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 44: AAS 80 (1988) 575-577; Id., Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 6: AAS 91 (1999) 381-382.
[3] Compendio 411
[4] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883-1885
[5] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 49: AAS 83 (1991) 855
[6] Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 3: AAS 58 (1966) 931-932
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 6: AAS 58 (1966) 933-934; Catecismo de la Iglesia Católica, 2107
[8] Compendio 424
[9] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 852
[10] Compendio 424
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