I.
Estamos comenzando este año de la fe. Oímos decir alegremente que “no se tiene
fe”, pero equivocadamente, porque hay una fe humana que usamos todos los días:
por esta fe humana creemos, por ejemplo, que Colón descubrió América en 1492 y
ninguno de nuestra generación estuvo allí (que yo sepa, no se); o repetimos sin
haberlo visto la fórmula molecular del agua; qué forma tiene la península
ibérica aunque ninguno haya subido a un satélite artificial para verlo y nos
fiamos de las fotografías que bien podían estar trucadas; y así tantas cosas.
Incluso a nivel más personal afirmamos rotundamente que nuestros padres y
hermanos son los que decimos que son… La fe, por tanto, no es algo antinatural
en el ser humano, sino que es un hecho plenamente humano al fiarnos de lo que
otros dicen de un tema que nosotros desconocemos totalmente. Nos fiamos de los
historiadores, de los científicos y de otros muchos, desarrollando así nuestra
“fe humana”. Y nos fiamos por la autoridad que tienen esas personas a las que
consideramos dignas de todo crédito.
II.
Si lo hacemos así al nivel humano, de la misma forma podemos desarrollar
nuestra fe sobrenatural. Es verdad que este don se nos fue regalado en el
momento del bautismo, pero también tiene sus raíces en la fe humana. Nuestra fe
se fundamenta en las enseñanzas de los apóstoles, por eso decimos que nuestra
Iglesia es “Apostólica”. Éstos vieron a Jesucristo: compartieron con Él esos 3
años que denominamos de “vida pública”. Vieron sus milagros, oyeron sus
predicaciones y los recuerdos de la Virgen. Le vieron ir dando pasos para
fundar la Iglesia, instituyendo gradualmente los sacramentos que la hacen. Y le
vieron entregar su vida en la cruz, le enterraron, y le vieron vivo resucitado,
comiendo con Él… De esa experiencia vital personal y empujados por la acción
del Espíritu Santo fueron capaces de predicar la buena nueva de Jesucristo, y
de entregar su vida por esta causa. Pudieron librarse de sus violentas muertes
si renunciaban a predicar a Jesucristo muerto y resucitado, pero ninguno lo
hizo. ¿Hay acaso más testimonio de la verdad de estos primeros seguidores de
Jesús que nos confirman que sus enseñanzas son verdaderas? Si nos cuesta dar la
vida por la verdad, ¿quién es capaz de dar la vida por una mentira? La sangre
de los apóstoles, derramada por la Verdad que es Jesucristo, nos garantiza que
nuestra fe es la verdadera, que tiene sus raíces fuertemente asentadas en
Jesucristo.
III.
Acoger y aceptar esta fe en Jesucristo no sólo es un enriquecimiento personal,
pues el ser humano siempre está hambriento de conocimientos de toda especie.
Sino que esta fe supone un encuentro vital y personal con el Señor que nos
transforma involucra la vida, la
totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad,
corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente
todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino
futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el
gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial[1].
IV.
A nuestra Señora de la Fe la imploramos que nos alcance del Señor una fe firme,
inconmovible como una roca.
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