Queridos hermanos y hermanas:
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de «unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una «asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hch 1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia» (Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Hch 2, 4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso «excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía de los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.
En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse recíprocamente. San Lucas quiere transmitir claramente una idea fundamental: en el acto mismo de su nacimiento la Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el principio todas las lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt 28, 19).
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés san Lucas cita a los «forasteros de Roma» (Hch 2, 10). En ese momento, Roma era aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión.
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros» (Jn 20, 19. 21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo, renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan (cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo sólo se difunde a través del corazón renovado de hombres y mujeres reconciliados y convertidos en servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la verdad, sin componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación que viene de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da testimonio del Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús. Precisamente esto es lo que testimonian los santos y las santas de todos los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de ser aún más ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en unión espiritual con la Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la Madre de la Iglesia, obtenga para nuestras comunidades y para todos los cristianos una renovada efusión del Espíritu Santo Paráclito.
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de «unos ciento veinte», múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una «asamblea» según el modelo de la primera Alianza, la comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus caminos. El libro de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hch 1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí humeaba —se lee en ese pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia» (Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión, «empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Hch 2, 4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso «excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía de los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que hemos escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.
En el acontecimiento de Pentecostés resulta evidente que a la Iglesia pertenecen múltiples lenguas y culturas diversas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse recíprocamente. San Lucas quiere transmitir claramente una idea fundamental: en el acto mismo de su nacimiento la Iglesia ya es «católica», universal. Habla desde el principio todas las lenguas, porque el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado (cf. Mt 28, 19).
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés san Lucas cita a los «forasteros de Roma» (Hch 2, 10). En ese momento, Roma era aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero y por eso encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión.
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: «Shalom», «Paz a vosotros» (Jn 20, 19. 21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber concedido a su pueblo, elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo tiempo, renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir mi palabra a los representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en estos acontecimientos «en la cumbre». La Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan (cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la Reconciliación, que Cristo resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos escuchado en la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
¡Cuán importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones! La paz de Cristo sólo se difunde a través del corazón renovado de hombres y mujeres reconciliados y convertidos en servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz únicamente con la fuerza de la verdad, sin componendas con la mentalidad del mundo, porque el mundo no puede dar la paz de Cristo. Así la Iglesia puede ser fermento de la reconciliación que viene de Dios. Sólo puede serlo si permanece dócil al Espíritu y da testimonio del Evangelio; sólo si lleva la cruz como Jesús y con Jesús. Precisamente esto es lo que testimonian los santos y las santas de todos los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas, a la luz de esta Palabra de vida, ha de ser aún más ferviente e intensa la oración que hoy elevamos a Dios en unión espiritual con la Virgen María. Que la Virgen de la escucha, la Madre de la Iglesia, obtenga para nuestras comunidades y para todos los cristianos una renovada efusión del Espíritu Santo Paráclito.
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.
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