Las grandes traiciones no son espontáneas. Son fruto de pequeñas traiciones anteriores que no se dieron demasiada importancia. Así pasó con Judas Iscariote. Fue elegido por el Señor, como los demás. Seguramente tonteó con los celotes, si es que no perteneció a ese grupo que buscaba la liberación de Israel del dominio romano, incluso violentamente. Al principio le gustó la letra de las enseñanzas de Jesús cuando hablaba de un nuevo Reino. Se entusiasmó al ver cómo la muchedumbre le busca, le aclama como Mesías...Pero la música era distinta: curó al criado del centurión romano alabando publicamente su fe en comparación de la poca que veía en Israel.
Algo se le fue enturbiando en su corazón: Jesús era un traidor de Israel, en vez de su liberador y estaba creando falsas esperanzas por lo que había que quitarsele de en medio. Incluso había aceptado el perfume carísimo cuando había tantos pobres que atender... Seguro que él no pretendía la muerte de Jesús, sino un castigo ejemplar que le hiciera recapacitar.
Al ver que sin embargo todo se iba de las manos, al saber que había sido condenado a muerte, se mató, no fue capaz de recordar cómo el Señor había perdonado a tantos...cayó en la desesperanza.
No condenemos tan facilmente a Judas. Todos tenemos algo de él: nos desilusionamos, nos desesperanzamos, traicionamos a Jesús sin romper del todo... Pero sí nos distanciamos de él en que sabemos de la misericordia infinita del Corazón de Jesús y que de Él solo podemos encontrar perdón y no reproches.
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