
Por amor vuestro amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables.
A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas, en cuanto que son hijos de Dios y porque Dios me lo pide.
Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Éste es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo? (cf. Mt 25, 34 ss.)
El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.
El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hoy no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3) Aquí a la caridad se añade la justicia, porque —sigue diciendo Pablo VI— «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22) Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).
A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía —individuos y pueblos— de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús.
Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece que el Señor casi da precedencia sobre el culto: «Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24)
Las últimas palabras de la oración son: Señor, que os ame cada vez más. También aquí hay obediencia a un mandamiento de Dios, que ha puesto en nuestro corazón la sed del progreso.
De los palafitos, las cavernas y las primeras cabañas, hemos pasado a las casas, los palacios y los rascacielos; de los viajes a pie o a lomos de mulo o de camello, a los coches, los trenes y los aviones. Y se desea progresar todavía más con medios cada vez más rápidos, alcanzando metas cada vez más lejanas. Pero amar a Dios —ya lo hemos visto— es también un viaje: y Dios lo quiere cada vez más intenso y perfecto. Ha dicho a todos los suyos: «Vosotros sois la luz del mundo, la sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-14); «sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).
Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.
A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas, en cuanto que son hijos de Dios y porque Dios me lo pide.
Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Éste es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo? (cf. Mt 25, 34 ss.)
El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.
El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hoy no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3) Aquí a la caridad se añade la justicia, porque —sigue diciendo Pablo VI— «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22) Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).
A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía —individuos y pueblos— de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús.
Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece que el Señor casi da precedencia sobre el culto: «Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24)
Las últimas palabras de la oración son: Señor, que os ame cada vez más. También aquí hay obediencia a un mandamiento de Dios, que ha puesto en nuestro corazón la sed del progreso.
De los palafitos, las cavernas y las primeras cabañas, hemos pasado a las casas, los palacios y los rascacielos; de los viajes a pie o a lomos de mulo o de camello, a los coches, los trenes y los aviones. Y se desea progresar todavía más con medios cada vez más rápidos, alcanzando metas cada vez más lejanas. Pero amar a Dios —ya lo hemos visto— es también un viaje: y Dios lo quiere cada vez más intenso y perfecto. Ha dicho a todos los suyos: «Vosotros sois la luz del mundo, la sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-14); «sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).
Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.
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